Marelbys o la justicia del “repudio, rechazo y condeno…sin condena”. Columna del Abogado Nelson Hurtado Obando. Twitter: @abogadohurtado
En los últimos tiempos, Colombia ha sido testigo de una serie de hechos que han dejado un sabor amargo en la sociedad. Los actos de violencia, corrupción e impunidad parecen repetirse sin cesar, sumiendo a nuestro país en una profunda crisis de justicia. Es por ello por lo que me veo en la necesidad de modificar la columna que tenía preparada, pues los acontecimientos recientes han dejado una huella imborrable en nuestras conciencias.
Resulta lamentable constatar cómo la indignación se convierte en una constante en nuestras vidas, pero la justicia sigue sin alcanzar a hacerse presente de forma contundente. Los ciudadanos manifestamos nuestro repudio hacia aquellos que violan la ley, esperando que las instituciones judiciales actúen con firmeza y diligencia para castigar a los culpables. Sin embargo, al repudio, al rechazo y a la condena social que se han instalado en nuestro imaginario como más poderosos que las decisiones judiciales, les hemos confiado bajo una noción equivocada de la esperanza la garantía de plausible de la “recta, pronta y cumplida justicia”.
De justicia es necesario afirmar sin duda y sin temor alguno que una cosa es la justicia y otra es la administración de justicia y con mayor contundencia y sin asomo de miedo que una cosa son los jueces de la República y los abogados en ejercicio, a diario confrontados, enfrentados y avasallados por el “bando contrario de legislador-delincuencia”.
La sensación de impunidad se cierne sobre nosotros como una sombra ominosa. Los casos de corrupción, donde altos funcionarios se enriquecen ilícitamente a costa del erario, son demasiado frecuentes. A pesar de las pruebas y testimonios presentados, muchos de estos casos se ven obstaculizados por maniobras legales y la falta de voluntad para impartir una justicia imparcial. La ciudadanía contempla perpleja cómo los responsables de estos actos continúan gozando de privilegios y evadiendo su merecido castigo.
El sistema de justicia debe ser el pilar fundamental en una sociedad democrática y con propiedad repetiremos hasta el final que la justicia y el poder judicial son el último bastión que le queda a la democracia, garantizando que las leyes sean respetadas y que cada individuo sea juzgado de manera justa e imparcial. Sin embargo, la confianza en nuestras instituciones judiciales se ha visto profundamente erosionada. Los colombianos no podemos permitir que la impunidad sea la norma, debemos alzar la voz y exigir cambios profundos que garanticen la justicia que tanto anhelamos.
Acosamos la necesidad de fortalecer los mecanismos de control, quien lo creyera, desde la distopía del “control de la honradez” en el sistema judicial, mientras el “legislador” funciona como “rueda suelta y esclava del ejecutivo y de la mixtura delincuencial nacional y trasnacional” con sus no pocas “fuerzas coercitivas ilegítimas” y de no sólo de naturaleza o componentes físicos.
Desgraciado un pueblo, un país, que por razón de las causas criminales que deben decidir, sus jueces y también los abogados en ejercicio deban ser como personas y ciudadanos de mejor estirpe, custodiados, guardados, protegidos, con las de todas maneras diabólicas infraestructuras de los “cuerpos de protección y seguridad” personal.
Tal vez estas locuras no me alcancen para la paternidad como distopías ante la huida de toda utopía de la sociedad humana, porque además no es que se requiera una reforma integral que simplifique los procedimientos y acelere los tiempos de respuesta, evitando así la prolongación innecesaria de los procesos legales.
Si bien es cierto que una “justicia tarda es injusticia”, en los tiempos que transcurren tampoco es menos cierto que una justicia célere per se, tampoco es garantía de la plena dispensación de justicia; podrá llamarse eficientismo, competitividad, ponerse a tono con “estándares internacionales" con vocación distópica universalista, del “todo mensurable o medible” desde todo “índice” como axioma de “soy medible, luego existo”.
Prueba de lo anterior es que el reciente informe de “Índice de Pobreza Multidimensional” [IPM], entre los componentes de evaluación contempla el de “la miseria”, pero no como “miseria humana”.
La sociedad colombiana está cansada de ver cómo se desdibuja la línea entre el bien y el mal, entre la legalidad y la ilegalidad, entre los derechos y legítimos intereses y los intereses ilegítimos, miserables o torticeros. Necesitamos que la justicia se haga presente de manera contundente, que los delitos no queden impunes y que aquellos que han violado la ley reciban su merecido castigo. Solo así podremos sanar nuestras almas y construir un país más justo y equitativo.
El “buenismo-garantismo-desprisionización” jamás podrán ser sustitutos de la bondad, la compasión y la misericordia debidas al ser humano que hay en cada delincuente y mucho menos perdiendo el horizonte, con las salvedades inmanentes a la variable condición humana individual de ser el acto delictivo una realidad tangible de acción o conducta libre y autónoma y cercana a los sentidos y valores que les atribuye Erich Fromm.
Cada día cae en la copa una nueva gota, que en la esperanza de los colombianos forja la creencia que ha de ser la última que la derrame, pero que infortunadamente, esa última gota pareciera que no llegará nunca. La impunidad persiste y la sensación de desamparo ante la injusticia se arraiga cada vez más en nuestra sociedad.
Es comprensible que muchos colombianos se sientan desesperanzados y desconfíen de un sistema de justicia que no logra brindar respuestas efectivas. Las estadísticas de impunidad son alarmantes, y el sentimiento de desamparo se ve exacerbado cuando vemos cómo los delitos más atroces quedan impunes, dejando a las víctimas sin el consuelo de una justicia reparadora. De honradez ciudadana es admitir y reconocer que esta desazón no es propiciada ni por los jueces, ni por los abogados en ejercicio, sino que tiene origen y con profundas raíces de un actuar contrario del legislador en la aprobación de las leyes desde “instrumentos de cálculo”, político-económico.
La lucha contra la impunidad no puede ser una batalla individual, sino un compromiso de toda la sociedad. No podemos permitir que los intereses particulares o que la rentable dualidad negocial de la corrupción/anticorrupción sigan socavando los fundamentos de la República unitaria y democrática con “blanco de tiro” en la justicia y la administración de justicia y el rompimiento del sincronismo de los “pesos y contrapesos”. Debemos recordar que la justicia es la columna vertebral de una sociedad democrática y equitativa, y es responsabilidad de todos velar por su fortaleza.
Es necesario que los ciudadanos estemos vigilantes y denunciemos los actos de corrupción y los abusos de poder. Debemos exigir una justicia independiente, imparcial y pronta. No podemos permitir que los culpables sigan eludiendo su responsabilidad y que las víctimas sean revictimizadas por un sistema que no les garantiza el acceso a la verdad y la reparación, pero que además victimiza al resto de ciudadanos que no siendo víctimas directas de la delincuencia, deben padecer el rigor de la tiranía de la “ley del más fuerte” y avasallados a vivir en absolutos escenarios de no-libertad [necesidad-temor] y distópicamente sintiendo antes que acatamiento y respeto por la ley y las autoridades públicas, temor y miedo frente a ellas.
No podemos resignarnos a vivir en un país donde la impunidad campea a sus anchas. Debemos alzar la voz y exigir un cambio real. Es momento de que los colombianos nos unamos en torno a la defensa de una justicia y de su administración que nos represente y nos proteja. Solo así podremos recuperar la confianza en nuestras instituciones y construir un país donde la justicia sea una realidad tangible y no solo una aspiración.
En conclusión, Colombia se enfrenta a un desafío crucial en materia de justicia. El repudio, rechazo y condeno mediático y social nunca han sido y nunca serán ni suficientes y menos plausibles. Son otra forma de avasallamiento hoy nombrada “paloterapia” para el ciudadano. Necesitamos actuar y exigir cambios profundos en nuestro sistema judicial. Debemos recordar que la justicia es la base de una sociedad equitativa y democrática, y que solo a través de su fortalecimiento podremos alcanzar la tan anhelada paz y reconciliación. Es hora de alzar la voz y trabajar juntos por una justicia que realmente nos represente y nos haga creer en un futuro mejor.
Es evidente que en Colombia se percibe cada vez más lo que antes parecía ser solo intuición, prejuicio o conjetura respecto a las expectativas que rodeaban a un gobierno encabezado por un presunto exguerrillero. Antes de las elecciones que lo llevaron a la presidencia de la República, este líder confesaba públicamente su deseo de "regresar a su juventud, retroceder 30 años", lo cual no es más que una referencia al regreso a sus días como guerrillero activo y a su participación en hechos como el incendio del Palacio de Justicia y la trágica muerte de los magistrados de la Corte Suprema de Justicia, entre ellos la valiente magistrada Fanny González, de la que el pueblo de Colombia debe hacer de sus últimas palabras la “oración matutina” y que antes de ser asesinada en el palacio de justicia, dijo:
“Por voluntad de Dios y autoridad de la Ley, vine a la Corte a administrar justicia en nombre de la República de Colombia... no a llorar ni a pedir clemencia. Dios está conmigo y me ayudará a conservar mi dignidad de magistrada. Si es designio de Dios que yo muera para que se conserven inmaculadas las instituciones jurídicas y vuelva la paz a Colombia, entonces que Dios, el presidente y las Fuerzas Armadas salven la Patria. Muero, pero no me doblego”.
Marelbys y el pueblo de Colombia deben hacer proclama y suyas, las palabras de la heroína exmagistrada para decir:
¡No más justicia de “repudio, rechazo y condeno…sin condena” a través de medios y redes sociales y en las bocas sacrílegas de las palabras, la coherencia y la honradez en las voces de autoridades que usurpan la legitimación de los jueces que solo puede tener cuna en sus sentencias.
Colombia repita conmigo: “Hay jueces en Berlín”.