“Mínimo Vital de Violencia”
Por: Abogado Nelson Hurtado Obando
Muchos creímos que, por fin, la única certeza de nuestras vidas: la incertidumbre de la vida, estaba derrotada. Fue como una alegre, pero, pasajera llovizna en un día de espléndido verano.
Por la vida y la economía o viceversa y en nombre de la libertad, de la democracia, del derecho, se abrió paso la “normalización”, esto es, el volver exactamente a antes del inicio de la pandemia: a las llamadas de call center del sistema bancario y financiero con su “matoneo telefónico” en cualquier día y a cualquier hora, al país de deudores que somos en Colombia desde antes de nacer, bajo la estrategia que esas llamadas producirán el suficiente miedo y temor en la cónyuge y los hijos, instrumentalizándolos como sus más próximos, directos y baratos “agentes de cobro coercitivo”, vía a través de la cual no pocos hogares han volado a la m…y otros tantos están en ese “trámite” de hacerlo, cuando no es que se acude a la consideración o a la realización del suicidio.
Consideramos que a la situación actual no han escapado ni los grandes, ni los pequeños empresarios y sus familias, unos ahogándose en los créditos para no cerrar las fuentes de sus ingresos y no clausurar las fuentes de ingresos de sus empleados, trabajadores y de sus familias y en su interacción con el dueño de la pequeña tienda y sus trabajadores y hasta con el hombre que vocea que en su carretilla lleva el aguacate maduro para el almuerzo, sin contar con aquellos que definitivamente perdieron sus puestos de trabajo y no saben qué hacer.
Ya no es la fuerza centrípeta del ciclón del progreso y del crecimiento económico, la que nos sujeta a su vórtice, sino que nos deja librados al azar de su contraria y falsa fuerza centrífuga, a la espera que “se rompa la cuerda”, sin siquiera la predictibilidad de no ir a caer exactamente más allá de la m…, que sería lo absolutamente incierto y desconocido y a lo que queda reducida la esperanza.
Ciclos de violencias anunciadas desde el lenguaje y desde distintos frentes de batallas: el hogar, la familia; de los hijos, más hijos del consumismo que de sus propios padres, de la “fidelidad y la ciencia de Whatsapp” y otras redes sociales, sin hablar de la creciente pandemia de “Netflixpatía”, con su generalización de ser la imagen la superación del argumento de un libro. Mundo de “cultísimos cinéfilos, videofilos, youtuberfilos, influencers…”
La violencia, cualquier tipo de violencia y de modo especial, las violencias no físicas, aquellas que no dejan cicatriz en el cuerpo, pero que al igual se hunden profundas como el puñal o el plomo que dispara el asesino, son las que mayormente nos ha matado y desde adentro, como personas, como familias, como sociedad.
Así, por la vida y la economía o viceversa y en “eterno retorno” por la libertad, la democracia, el derecho, adviene la “normalización”, el “mismo antes pero distinto”, en tanto ya no es que parezca, sino que percibimos que “los enanos se le crecieron al circo”.
La muerte del señor Javier Ordoñez, -que consideramos inicialmente como colega-, que, por no serlo, no inhibe nuestra acción de condena, de repudio, como igual frente a todas las demás víctimas de todos los Caínes que vagan por el mundo, parias de la envidia y lascivos del poder.
Que dos agentes de la Policía Nacional de Colombia, sean los autores de tan atroz y criminal muerte, obviamente que dirige todas las miradas hacia la institución policial, como cuerpo, como parte de nuestro orden constitucional y estatal, como autoridad pública, pues prima facie es señal de que algo está fallando en la entraña misma del cuerpo policial, con orígenes endógenos o exógenos o simultáneos.
Sin embargo, los hechos sobrevinientes a la muerte del señor Ordóñez, en principio parecían tener legitimación en tanto como iniciativa ciudadana, era apenas entendible que las imágenes conocidas, movieran las entrañas a expresar el más categórico rechazo al ejercicio arbitrario de la autoridad pública.
Todo parecía ser realización material del artículo 37 de la Constitución de 1991.
Pero, si nos atenemos a las convocatorias que de la protesta conocimos por redes sociales, de antemano se sentía que no iba a ser pacífica y que culminarían en desborde, desmanes, vandalismo y violencia no localizada, sino con claros visos de estallido e incendio nacional. Podríamos estar siendo suspicaces, pero quedó muy marcada la percepción de estar frente a una protesta de plan, de programa, de guiones, de roles, inocultables, no ante la violencia del lenguaje, sino ante el lenguaje violento y no solo contra el cuerpo policial o por su reforma, sino contra toda la arquitectura constitucional e institucional de la República. Ninguna “operación avispa” puede tener simultaneidad tan espontánea y de paso descarta la presencia de “infiltrados” como únicos agentes del vandalismo.
Se empezó demandando justicia, así, ipso facto, como para transmitir en vivo y en directo, como pretendiendo desechar las formas y procedimientos constitucionales y legales de un juicio criminal, es decir un acto más de ajusticiamiento.
Y lenguaje y acciones fueron tornando violentas, destructivas de bienes públicos y privados, atentados contra sedes judiciales, ataques indiscriminados y lo peor y más doloroso derramando más sangre y la muerte haciendo suyas, más vidas, con independencia de si eran manifestantes, vándalos o meros y desprevenidos ciudadanos transeúntes o simples personas no recogidas, sino refugiadas en sus propios hogares.
Así como dijimos al principio, que se ejerce violencia desde diversos call center del sistema financiero y a pesar de sentencia que prohíbe a los cobradores llamados “chepitos”, (que los de call center, lo son), en los hechos sobrevinientes a la muerte atroz del ciudadano Ordóñez, (con sus virtudes y defectos), no solo se aprecia la violencia física, de fuerza, que genera miedo, terror y más insoportables cargas de incertidumbres, sino que se padece la propia del lenguaje violento y quien lo creyera, desde la boca de alcaldes y de dirigentes políticos quienes, no pocos, apelaban al retiro de la fuerza pública, sin considerar que a esas horas de la tarde y de la noche y de manera violenta se impedía el ejercicio de derechos fundamentales de cientos de ciudadanos trabajadores, estudiantes, jóvenes, hombres y mujeres que pretendían regresar a sus hogares sanos y salvos y se destruían bienes privados: tiendas, comercios, vehículos etc.
Ni la muerte del señor Ordóñez, ni la calamitosa situación económica que podemos estar padeciendo muchísimos ciudadanos colombianos, ni el acoso telefónico de los acreedores, ni el consumismo que revienta muchos hogares, ni la fragilidad del Estado y su gobierno, ha facilitado que desistamos de nuestros ideales democráticos y menos para consentir que nuestra propia vocería y representación sea asumida y absorbida de facto por toda suerte de agentes de populismos autoritarios. En esa masa informe, muchos ciudadanos también somos mayoría y más que en la perfección, creemos en la perfectibilidad de nuestra democracia, del Estado Social de derecho, del derecho y las leyes, de las Cortes y los jueces, de nuestro cuerpo policial, de nuestro ejército y de toda nuestra institucionalidad. Estamos cansados de la instrumentalización política y mediática, venga de donde viniere.
Lo pedido desde, por y para la violencia, no fue nada más que legitimar su propio laissez faire, laissez passer.
Es en estas situaciones y en su narrativa, en las que al “leer de corrido” nos perdemos y no encontramos sus relaciones con el derecho, ni con el orden legal, ni con la democracia, ni con la libertad, ni con la justicia, ni con la vida, porque las depositamos en las cloacas de la politiquería a las que son atrevidamente útiles las teorías del “derecho dúctil” y su “Señor del derecho”, hasta el punto que nos atrevemos a imaginar que en un futuro y en Colombia, se atienda “el reclamo popular” y al derecho fundamental a “la protesta pacífica”, se le defina como conexo el “derecho al mínimo vital de violencia”.
Mientras tanto, nos queda a la vista un horizonte borroso y muy incierto para el 2022