“Divide y serás rey”
Por: Abogado Nelson Hurtado Obando
Desde pequeños, no es que vayamos a la escuela, no; se nos envía a la escuela, porque existe en cada uno de nosotros como una innata necesidad de cambio para la que se nos ofrece como posibilidad de concreción la inserción en los procesos educativos, la aprehensión de saberes y unas lúdicas para la determinación de estructuras y componentes de la compleja trama del relacionamiento social, entre las cuales hallamos y por lo pronto y subyacentes las relaciones de poder.
Tendemos pues al cambio, “por necesidad”, de otro modo, una tendencia propia de un estado de no-libertad, una quimera, en cuanto el sentido y el valor que se le asigna al cambio se vincula al bien, a la bondad, al desarrollo, al progreso, como si esos sentidos y valores, per se, fueran la piedra que pule nuestras carencias y nuestras aristas y completan nuestra perfecta incompletitud de seres humanos.
Vamos cada vez más de prisa por el cambio, como en un eterno correr detrás de nuestras propias sombras, que apenas sí puede significarnos que el sol siempre ha estado a nuestras espaldas; pero insistimos en correr detrás del cambio, sin conocerlo y apenas sí, en su aprehensión aleatoria de significar bien, bondad, ventura como si nosotros mismos y en el relacionamiento con el mundo fuésemos apenas expresiones de precariedad.
Plausible que el cambio y desde el “estado de necesidad” del que surge, tenga sentido y valor; lo que no es plausible es la inmanente incertidumbre que en torno a él se agolpa: las dinámicas humanas y sociales han demostrado que el cambio, per se, tanto puede realizar sentidos y valores humanos y sociales plausibles, como realizar sentidos y valores contrarios, no queridos; el cambio diríamos que no es una construcción eminentemente técnica y mucho menos que esté exenta de incertidumbre y libre de error.
Así, “estado de necesidad” e “incertidumbre” son afirmaciones de nuestra condición humana de “no-libertad” expresadas en la incesante tendencia al cambio; por más logros que se alcancen, de algo y en todo momento nos hallaremos siempre esclavos.
En la compleja trama del relacionamiento social y en torno de las relaciones de poder, asistimos a un proceso, (exacerbado por la pandemia) de autoritarismo en ascenso en el cual y en términos antidemocráticos se apela a la legitimidad, en el origen de la elección mayoritaria (guarismos electorales), como si la misma legitimara los actos abusivos, arbitrarios, caprichosos y subjetivos de ejercicio del poder y de la autoridad para la materialización del rescate, del salvamento prometidos a una masa inconsistente de entes en “estado de no-libertad” y de “incertidumbre”, para la cual se anuncia la pronta llegada al oasis que supera todo anterior desierto, al valle, la “tierra prometida”.
Es el cambio, del antiguo “The King can do not wrong” (el rey no puede equivocarse) al moderno “mesianismo” con que irrumpen las neoreligiones políticas.
Es el cambio; y abajo y arriba, más que la división, se realizan singulares “apartheid”, no importa si entre iguales, desiguales o si entre estos y aquellos, en medio de todo lo cual sucumbe y perece el quimérico destino común de la familia humana.
En nombre del bien común, del destino común de la familia humana, la incertidumbre de todo cambio o para la superación de diversas crisis, (positivo-negativo; plausible-no plausible), si bien puede conllevar a regulación de libertades y garantías, no legitima su reducción a punto de aniquilarlas y mucho menos invocando legitimidad electoral que jamás podrá conducir al ejercicio arbitrario, abusivo, caprichoso y subjetivo del poder y de la autoridad. Recién dice el exmagistrado y constitucionalista José Gregorio Hernández Galindo que: “Imagen no es autoridad”.
El cambio, pues, en términos de sentido y valor, presenta entidad ambigua: muchas veces, el cambio sujeto a planes, programas, métodos, evaluaciones, etc. deviene en fracaso, como contrariamente, cual serendipia, lo impensado, lo no planeado, no programado, no metódico, suele procurar orden, bondad, belleza, como para no perder toda esperanza y de manera excepcional. No obstante, lenguaje, palabra, signos y símbolos de nuestro humano discurrir, nos permiten percibir que el ruido viaja a velocidad superior a la de la luz, cual si se tratara de creciente de un río tormentoso.
Así, esa condición del cambio fue genialmente determinada por el príncipe de Lampedusa, al decir: “Que todo cambie para que nada cambie”, que podría ser “piedra angular y primer mandamiento” de la neoreligiones políticas, las que congregan actualmente el mayor número de “fieles devotos”, para soporte de toda “normalidad democrática”.
A la ambigüedad e incertidumbre del cambio, sumamos la existencia de su referente antónimo, el descambio. ¿Qué es lo que hemos hecho? ¿Propendemos por el cambio, incierto o propendemos a descambiar, a deshacer un cambio? En términos de Derrida, ¿es valioso deconstruir desde el cambio? O ¿Es valioso y plausible deconstruir a partir del descambio?
En nuestra parroquia, hechos recientes de hondo calado y repercusión social general y que ya afectan a las personas en sus proyectos de vida y que siguen sin ser clausurados, prenden las alarmas, pues en lo más profundo de ellos se alcanza a percibir, no la deconstrucción conceptual del “bien común, el interés general”, no su “cambio o descambio plausible”, sino la tergiversación en su sentido y valor, en la tendencia de superposición de intereses, en cuanto podrían redituar en menor medida al “bien común, y el interés general”.
De este modo, el cambio o el descambio, de uno y otro, de los que nada sabemos nosotros los profanos ciudadanos, no puede ser real, ni verosímil a punta de estribillos y consignas de separación, de “apartheid” y bajo los “cantos de sirena” de “defensa de lo público”, de defensa de la “joya de la corona”, de determinar y establecer mediante “juicios de opinión” responsabilidades que no han sido esclarecidas y determinadas por los órganos competentes del Estado y sus autoridades, en las que inmensa mayoría de conciudadanos seguimos teniendo fe, confianza y esperanza y mucho menos al vaivén de episodios de “epilepsia ideológica”, cuyas trazas sobre la institucionalidad no dejan duda de sus manifestaciones en lenguaje, palabras y hechos, que es la otra pandemia que azota al mundo y en especial a la que sentimos en el que es, como: “todo un inmenso jardín eso es América”.
Consideramos que la ingente tarea de quienes han aceptado echar a rodar soluciones, a la crisis parroquial, no es tarea de corto plazo; es trabajo, como en la ciencia jurídica, de pasado, de reconstrucción, de investigación, de un continuo rehacer, no es hallazgo simple de conformidad o disconformidad con las formas legales; no se limita a recomendar o decidir si se continúa o no con el trámite de diligencia de conciliación, sobre cuya competencia dudamos en tanto comporta “actos de disposición” de bienes o recursos públicos del orden de 10 billones de pesos, sobre los cuales y que es lo más grave, se han echado a rodar, en actos previos del conocimiento científico-técnico causal, juicios de responsabilidad objetiva contrarios a la Constitución y con suplantación del juez natural, además de insistir en la sui géneris y muy probable circunstancia de caducidad de acciones contencioso-administrativas.
Si del cambio predicamos ambigüedad e incertidumbre; si la noción del cambio nos ha arrastrado igual a estados de máxima grandeza, como a estados de horrorosas tragedias, una vez más, por lo menos en asuntos de Estado y de gobierno de nuestra parroquia, podemos postular que: cuán lejos estamos del destino común de la familia humana, arropada bajo el principio fundante de dignidad humana.
Aquí afuera, los legos ciudadanos, febriles, alucinantes, los que nuestra mayor cercanía con la “joya de la corona” es el grifo, el suiche y la factura mensual que no pocos pueden pagar o que se nos lleva cada vez más parte de nuestros alimentos, vestuario, diversión, etc., terminamos como “conejillos de indias”, instrumentalizados en una confrontación que siendo nuestra, nos resulta ajena.
Vuelven a nuestra memoria palabras dichas por algunos personajes que fueron concejales de esta parroquia, que apenas si alcanzan a trazar la silueta de la profunda crisis de civismo, civilidad, sentido y valor que hoy nos abruma: “Es que los ricos de…, si quieren vivir mejor, que paguen por ello…si no pueden pagar que busquen dónde puedan ir a vivir”.
El artículo 1° de nuestra Constitución, no queda a merced de ser modulado por las autoridades territoriales al amparo de la legitimidad de abundante o exigua cosecha electoral, ni por las organizaciones de ciudadanos bajo la consideración que la “soberanía reside en el pueblo”.
De otro modo, con Stendhal, estaríamos reviviendo la escena de la esposa sorprendida por su marido, en acto infiel, bajo el rigor de sus palabras: “Cómo has de dar mayor crédito a lo que ven tus ojos, que a la sinceridad de lo que te dicen mis palabras”.
Sea cual fuere la verdad y en cualquiera de las orillas en que se halle, ni incluso establecida con grado de verosimilitud, ha de ser principio que aliente discursos de vindicta, de segregación, de estigma y mucho menos desde las funciones públicas bajo un discurso que apela a falsas nociones o del bien común, el interés general o la misma seguridad, con profusión de lenguaje, palabra-hecho, como si el objetivo fuese consolidar el apotegma: ¡”Divide y serás rey”! Twitter: @abogadohurtado