Defendiéndonos de la democracia y del “nuevo derecho”
Por: Abogado Nelson Hurtado Obando
Discurrimos en estos tiempos, cual puntos suspensivos, prisioneros entre los signos de toda interrogación posible y sin posibilidad de escape a la vida, digna y libre como respuesta, en tanto “necesidad y temor”, sus feroces carceleros, extraviaron y adrede, las llaves de todos los cerrojos.
Así, hemos imaginado y creado toda una infinita gama de respuestas que encuentran la mayoría de veces un correlato confirmatorio en toda suerte de externalidades; de otro modo, hemos sido interferidos agresivamente, no solo en la vida humana personal y familiar, sino en la social y desde distintos puntos de ataque.
¿Cuál fue el detonante de la crisis? ¿La reforma tributaria? Sería tanto como dar crédito de verdad absoluta a que la batalla del Puente de Boyacá que selló el nacimiento de un nuevo país, tuvo su estopín en la algarabía del 20 de julio, suscitada entre un criollo y un español y por causa del florero cuyo préstamo fue negado.
La crisis, no es fácil develarla en su prístino origen, que sin duda alguna es multicausal, pero, lo que sí tiene grado de verosimilitud es que la pretendida “reforma tributaria”, no fue tampoco el nuevo “florero de Llorente”, ni la gota que rebosó la copa.
Es cierto que la Constitución de 1991 en su artículo 37 consagró como derecho fundamental la “protesta pacífica”, en los términos de: “Toda parte del pueblo puede reunirse y manifestarse pública y pacíficamente…”; es decir, estamos frente a un derecho fundamental y no habría discusión respecto de su entidad, pero, también es sabido que muchos de los derechos fundamentales no son absolutos y que el legislador puede condicionarlos, pero nunca jamás hasta el punto de aniquilarlos, extinguirlos o hacerlos ineficaces.
Los hechos violentos y desgraciados que han significado la muerte o el lesionamiento de seres humanos [manifestantes, vándalos, policías], el daño no solo al patrimonio económico de grandes, medianos y pequeños empresarios y dueños de negocios de mera subsistencia, no tienen justificación de ninguna clase, como tampoco el bloqueo de vías, la pérdida de alimentos transportados, el desabastecimiento de ciudades y poblados, el ataque a las misiones médicas, ni la muerte de personas enfermas y mucho menos la vida del que está por nacer y que muere dentro de una ambulancia a la que no se le otorga el paso, como tampoco impedir el paso a los vehículos cisterna que transportan el oxígeno medicinal y los que transportan leche o combustibles, etc., como tampoco se justifican, nunca jamás, los daños patrimoniales y extrapatrimoniales causados a bienes privados de grandes, medianos, pequeños empresarios y de familias en pequeñas unidades económicas, a los trabajadores y en general a las personas y ciudadanos que no participan activamente de la protesta.
¿A quién corresponde la plena garantía que la manifestación pública sea pacífica? Es pregunta cuya respuesta, al menos, en el contexto de la civilidad y la democracia supone el acatamiento y el respeto al ordenamiento jurídico, cuya mayor exigencia de acatamiento y respeto ha de hacerse y ha de recaer sobre cada manifestante activo.
De lecturas de los varios teóricos de los modernos “fundamentalismos constitucionales”, [a eso pretenden llevar los derechos fundamentales] y para el caso del derecho a la manifestación pública y pacífica en Colombia, es por lo menos necio pretender vender la imagen que la actual protesta haya surgido por mera civilidad y por mero y espontáneo contagio del sentir popular corrido a voces entre un vecindario.
Que hay una organización y una logística y un alto componente financiero, no deja ninguna duda, como tampoco queda ninguna duda que son muchísimos más los intereses-motores que confluyen en la movilización nacional, los cuales no alcanzan a ser diluidos, ni difuminados bajo las arengas y consignas de causas de justicia social y del abierto populismo justicialista y por mucho que también exista una realidad inocultable de desempleo, inequidad, pobreza, “subversión-corrupción” público-privada que no solo abarca componentes económicos, sino también jurídico-legales y hasta a la misma función pública jurisdiccional, facilitada por la “lógica subjetiva de lo conveniente”, que altera el derecho fundamental a la seguridad jurídica y que es violencia que se suma a la violencia de todos los pelambres que nos azota, pero que tampoco pueden justificar el desmadre de la protesta y menos generando coerción ilegítima desde la dualidad “necesidad-miedo” y daño a quienes, ni comparten, ni participan de la protesta, por diversas razones y por más que todas ellas son iguales de respetables.
El mismo genio “vidente” de Bolívar le dedicó a la patria colombiana su sentido de futuro: “Si mi muertecontribuye para que cesen los partidos y se consolide la unión, yo bajaré tranquilo al sepulcro”, expresión lapidaria del Libertador que conoció y advirtió sobre la gran capacidad de dividir y la debilidad para ser dividido que tiene el pueblo colombiano.
Hechos posteriores lo confirman y basta citar la “separación” de Panamá y su sórdido proceso que involucra hasta traición a la patria y con origen amarrado a la intestina guerra de los 1000 días y otros incidentes territoriales no menos importantes que han significado pérdida de gran parte del territorio nacional y hasta la más reciente respecto del archipiélago de San Andrés.
Advertimos aquí y ahora: no tenemos afectos y menos vínculo alguno con las familias de “ismos” o “istas” partidistas, de centros o de extremas en el escenario nacional, con absolutamente ninguno y que, quiérase o no, son los actores protagónicos de la actual tragedia que viven: “el país político y el país nacional”.
Unos y otros y desde cada orilla de nuestra pretendida vocación democrática, tienen significativas culpas en lo que nos acontece, en tanto son el mismo alimento y combustible que actualmente incendian a Latinoamérica, en un discurso circulante hecho de arengas y consignas, de odios y rencores, azuzador y enardecedor de un populismo justiciero, no de reivindicación, sino de vindicta.
Seguir pensando que lo que nos pasa, es asunto parroquial, es la gran equivocación, pues Colombia como país tiene un alto valor en la geopolítica continental latinoamericana, valoración no oculta a las voces del Foro de Sao Paulo y otras cumbres guerrilleras que fungen como agentes del expansionismo del régimen cubano, proceso que ha copado varias décadas y fijó la atención de otras naciones democráticas del mundo.
Llama la atención del “protestódromo nacional”, que la “primera línea: comité nacional de paro-arengas-consignas-acciones”, derivan su mayor fortaleza discursiva del ordenamiento jurídico, especialmente de la Constitución y del Bloque de constitucionalidad a cuya sombra el derecho fundamental a la protesta pública y pacífica como que ampara todas las demás contingencias (previsibles y previstas) de su devenir violento y como si naturalmente dichas acciones y sus consecuencias debieran permanecer no solo anónimas, sino impunes y los actores inmunes respecto de las responsabilidades por las ilicitudes.
Han tirado la “cobija constitucional” de una punta, dejando “descobijados constitucionalmente”, a otra inmensa masa de ciudadanos que no comparten esta forma de expresión ciudadana, violenta e indiscriminada y de cuyos “derechos fundamentales”, no hemos oído, ni leído ningún pronunciamiento del “olimpo jurídico nacional de la protesta”.
Así, a tono con las tesis del “neoconstitucionalismo” y del “nuevo derecho” y su concreción en los distintos países latinoamericanos como el “nuevo constitucionalismo decolonizador”, le asiste toda la razón a J. Ferrer para sostener que se ha extendido como una “de las plagas más mortíferas” y sin que sean menores las críticas de García Amado y otros y que alcanzan a Dworkin, Alexy, Atienza, etc., y en relación con los llamados principios y valores consagrados en la Constitución, desde donde se aprecia [ en los casos colombiano y chileno, etc.] el ascenso de las teorías de la “derrotabilidad del derecho o de la existencia de normas jurídicas derrotables, derrotadoras y derrotadas” en los ordenamientos jurídicos nacionales y con cierto respaldo en no pocas normas pertenecientes al conjunto del derecho internacional, que dejan en evidencia la fragilidad del ordenamiento jurídico colombiano y el restringido ámbito de acción legítima de las autoridades públicas y el ya casi imposible uso de la legítima fuerza coercitiva del Estado, por abrogación de facto del inciso 2° del artículo 2° de la Constitución.
Diríamos que las autoridades de la República, instituidas para proteger a todas las personas residentes en Colombia, no pueden proteger a todas las personas residentes en Colombia, porque en el ordenamiento jurídico nacional, hay “normas derrotadoras, normas derrotables y normas derrotadas”, de tal modo que ante el derecho fundamental a la manifestación pública y [no]pacífica de parte del pueblo, ante sus “principios y valores subyacentes”, también y necesariamente deben sacrificarse [ceder] los demás derechos fundamentales y sus principios y valores subyacentes, estatuidos por igual para las personas que no participan de la manifestación pacífica [y menos de la no pacífica] y con absoluta prescindencia de que sean sus derechos fundamentales a la vida-salud, la libertad, trabajo, libre empresa, libre circulación y la misma dignidad humana, etc. y el no menos despreciable de acceder a la justicia en procura de dudoso resarcimiento de los perjuicios que han sufrido, pero, habrá de ser intentado, lo que de antemano conlleva que cualquier indemnización que se obtenga, no ha de ser más que una “autoindemnización” a la que poco han contribuido, ni habrán de contribuir los perpetradores de daños y perjuicios.
En este escenario “Constitucional y jurídico-legal”, ¿Se precisará de infiltrar la manifestación con vándalos? ¿Cómo son las arengas, las consignas, los cánticos [efectos militares], que “artísticamente” ruedan en la manifestación, además de “órdenes e instrucciones” en alguna parte centralizadas?
Es el nuevo derecho fundamental al “libre desarrollo de la manifestación…”
Hablar de vándalos y hacer vandalismo terminó siendo el quid del asunto; es elemento táctico, estratégico y perfectamente anónimo, para estructurar el discurso deslegitimador de la autoridad del Estado, convocar a los correligionarios nacionales e internacionales y la atención de sus “propios tribunales” y sus “propios juristas”, además de los medios de todo el mundo. Es el mismo objetivo toral del escueto terrorismo a nivel mundial: publicidad.
He aquí en todo su furor la fuerza descomunal de la “racionalidad práctica”, de la razón matemática de “la moral” en la “satisfacción de un principio y la lesión de varios principios”, la escueta “ponderación”, hacia la concreción de la “única respuesta correcta”, que no es otra que la impuesta por la fuerza de los hechos en la lectura del artículo 37 de la Constitución, cuyo texto ya no es el mismo, pues sus fines prácticos quedan reducidos a que: <<Toda parte del pueblo puede reunirse y manifestarse pública[mente]… ”por lo que sea, como sea y pa´las que sea”>>
Simplona la anterior expresión, pero, es la condensación del fenómeno que J. Ferrer define como una “de las plagas más mortíferas” y que infortunadamente halló tierra fértil en Latinoamérica y que tiene su propio contexto en el llamado “globalismo” el cual se presenta ya en pleno desarrollo en Chile y que a la fecha de este escrito es todavía una incertidumbre respecto de Perú, que depende de las elecciones de hoy domingo en dicho país.
La finalidad del globalismo empieza con la desestabilización interna de cada país en todos sus niveles y en todos sus sectores y fundamentalmente con la deslegitimación del Estado y de sus autoridades, el fraccionamiento de las líneas de autoridad y de mando y al efecto, valga destacar el no irrelevante acuerdo suscrito por el señor Juan Camilo Restrepo G. [exviceminsitro de agricultura y nuevo comisionado de paz] y Juan Pablo Díaz Granados, [viceministro de relaciones políticas], con el Comité de Paro de Buenaventura.
El objetivo final, después de la desestabilización [y así lo nieguen de rodillas ante un crucifijo], es forzar la convocatoria de una asamblea nacional constituyente para convertir a la República de Colombia en un satélite del superpoder globalista, transnacional, proceso a cuya cabeza está el llamado “progresismo” etiqueta de venta, que en Colombia dirige el señor Petro y que cuenta con los coqueteos y guiños de los reductos de antiguos partidos tradicionales y de otros sectores de la propia izquierda.
No obstante, el nuevo “Leviatán globalista” si logra concretar su libreto en Colombia y afín con los intereses globalistas y ya promulgada una nueva constitución, podrá optar en dejar al país en “sala de transición” [como Venezuela] o tomar seguidamente control, como probablemente sucederá en Chile.
Si los procesos constituyentes y las reformas constitucionales que se han dado en Colombia, finalmente terminaron como “actos de reparto de poder político”, cobijando incluso a diferentes especies de criminalidad nacional y en aras de la paz, de propiciarse una nueva constituyente, el “reparto” quedaría reducido a su mínima expresión, dado el peso específico del nuevo colonialismo que comporta el globalismo, por lo que la significación del autóctono “discurso decolonizador latinaomericano” que rueda como jingle en las protestas, no tiene más rol que la procuración de un nuevo amo, solo que ahora, global.
Evidentemente que la juventud que hay en las calles de Colombia, de ninguna manera podría siquiera asemejarse a aquella a la que E. Zola dirigió su famosa “Carta a la juventud”. Ni ciertos y numerosos “escribidores” [muy seguramente futuros premios Nobel] nacionales en sus columnas, ni en sus videocolumnas, abandonan los “discursos de la pobreza, la exclusión, la inequidad y la falta de oportunidades” para poder mantener exacerbada y enardecida a la juventud en las calles, pero a la vez y en acto de omisión deliberada, ocultándoles los numerosos discursos que develan una realidad cruel, que los instrumentaliza para unos fines, en los que una vez logrados no vendrá la redención de sus propias “pobreza, exclusión, inequidad y falta de oportunidades”, a lo que quizás convenga retomar a Polibio en su sentencia: “el reino se pierde por la tiranía, la aristocracia por la oligarquía y la democracia por el poder desenfrenado y violento de las masas” y directamente unido a su concepción de la oclocracia como gobierno de las muchedumbres, dado su enorme “poder combustible” a cuyo encendido basta una sola arenga, una sola consigna. Esa juventud en las calles, ¿ha escarmenado lo suficiente en lo que es el “estado actual del mundo”, su actual discurso y su práctica discursiva?
Finalmente, ya hay en la escena electoral nacional, varios políticos que han divisado en las calles la abundancia de “carne de cordero” y en ella han fijado sus miradas; alguno de ellos o varios, fuera de “ofrecer oportunidades, educación, renta básica, vivienda…” ¿han tenido el atrevimiento, la capacidad o la honradez de construir para los jóvenes un discurso de contexto para sus reclamos y justas aspiraciones y la verdad escueta de lo que ellas serían, en el ámbito globalista?
Lo paradójico es que el “olimpo jurídico democrático”, no siendo “cuña del mismo palo, el olimpo jurídico progresista”, termina siendo la que más aprieta el paso hacia una República en “sala de transición” o bajo un nuevo amo.
¿Seguimos “ponderando, argumentando y siempre hallando la “única respuesta correcta”, para “no hacer exégesis, ni pecar de exégetas”?
En este estado de cosas y también de modo paradójico, el ciudadano promedio: “medio buen ciudadano”, está como enfrentado a tener que defenderse de la democracia y del derecho; es como si reactualizara la frase de G. L. Valencia: Democracia, bendita seas, ¡aunque así nos mates!