Repensar la Política Criminal contra las Drogas. Columna de la Abogada Diana Muñoz Castellanos. Twitter: @DianaMunozC
A lo largo de la historia cada revolución a traído consigo la aparición de un fenómeno, en los tiempos contemporáneos hemos sido testigos de la revolución tecnológica que ha desencadenado en la globalización, la globalización ha de ser comprendida desde una multitud de aristas, entre ellas los avances en las comunicaciones, la reducción de barreras para el tránsito de personas entre distintos territorios, la agilidad en términos de transacciones bancarias lo que permite el movimiento de divisas en tiempo real, el acceso a las redes sociales de manera casi universal que permite en consecuencia la democratización de la información. Visto así, son muchas las ventajas de la globalización, sociedades más y mejor informadas que realizan control social a sus gobernantes, mayor accesibilidad a oportunidades laborales y académicas de los ciudadanos dentro y fuera de sus territorios, disminución de costos en aspectos que antes eran prohibitivos para algunos como la bancarización, sin embargo, estas tantas ventajas no son solo para fines altruistas, sino que se han convertido en una fantástica oportunidad de crecimiento para los grupos delincuenciales organizados que ven en este escenario el ambiente propicio para operar en gran escala y con mayor posibilidad de terminar impunes.
Ante este panorama y la evidencia de una criminalidad que cruza fronteras, las autoridades que ejercen el poder punitivo del Estado han desplegado esfuerzos tendientes a su desarticulación, elevando por supuesto a categoría de delito esos comportamientos desviados que por el impacto social que tienen han de ser sancionados con el mayor rigor. Sin embargo, los esfuerzos han resultado insuficientes, no porque no se asesten fuertes golpes contra todos los niveles de sus estructuras, sino porque, la magnitud de sus estructuras es tal, que a pesar de la persecución, los grupos criminales organizados parecen estar cada vez más robustos y lejos del alcance de las autoridades.
El evidente uso de las ventajas que ofrece la globalización a los grupos criminales organizados ha impulsado a los países a elaborar políticas públicas que reconozcan la necesidad de actuar en asocio con entidades de otros Estados, pues son justamente las fronteras territoriales y los diferentes derechos domésticos los que en no pocas ocasiones se interponen en la persecución penal, es así como se convienen acuerdos de cooperación interinstitucional entre países que cooperan tras un propósito común, arrasar con la delincuencia organizada. No obstante, la cooperación no basta y muchísimo menos ante el inmenso brazo financiero de las organizaciones criminales que tiene la fuerza suficiente para meter en su bolsillo a los agentes del Estado que deberían procurar su desaparición.
Todo lo anterior, debe generar serios cuestionamientos frente a la metodología que se ha venido usando para perseguir los delitos propios de estas estructuras criminales tales como la trata de personas, el tráfico de migrantes, el tráfico de sustancias psicoactivas, armas, animales exóticos y demás, pues la conclusión a la que se puede llegar luego de ver las cifras frías en la persecución penal es que hemos fracasado, insisto, no porque no lleguen a impactar a las organizaciones criminales sino porque a pesar de hacerlo estas siguen sólidas, extendiendo sus tentáculos en más países, reclutando más ciudadanos para las filas de la delincuencia, concentrando de contera inmensas fortunas que les permiten seguir funcionando.
Así las cosas, las sociedades necesitan plantearse si es que el Derecho Penal es la respuesta correcta a las preguntas que ofrece el actuar de la delincuencia organizada y en un acto de humildad reconocer que la represión nunca bastará para enfrentar de manera eficiente el fenómeno, generando entonces una exploración juiciosa desde el origen mismo de la calificación de un comportamiento como delito.
En Colombia, se ha derramado tantísima sangre y se ha dejado de invertir tanto en lo social por destinar esos recursos a la lucha contra el narcotráfico, costos irrecuperables y además actualmente dolorosos al entender el cambio de paradigma frente al consumo y comercio de sustancias alucinógenas. Mucho nos ha costado entender, que mientras aquí se fumigan los campos y se priva de libertad a campesinos, en los países consumidores reconozcan la posibilidad del uso de sustancias para uso recreativo o medicinal y se estén reglando la producción, distribución y comercialización de productos que son moralmente rechazados y por los cuales aquí la gente termina privada de la libertad. El paradigma debe cambiar para pasar de la prohibición a la regulación.
Las prohibiciones tradicionalmente son el motor de los grupos delincuenciales, que se valen de las dificultades del consumidor para amasar grandes fortunas, solo siendo un negocio lucrativo resulta atractivo y rentable para sostener grandes estructuras, en ese sentido, repensar los delitos llevará a desestimular su práctica a gran escala.
Bajo ese mismo supuesto, las políticas públicas podrían concentrarse más en la persecución de dinero que en la persecución de personas, pues en las estructuras criminales quienes las conforman son totalmente prescindibles, la ausencia de oportunidades para los más jóvenes, el desasosiego de las necesidades básicas insolutas, la falta de credibilidad de las instituciones y esa esperanza permanente en la impunidad, generan filas enormes de aspirantes a maleantes que gustosos tomarán el puesto vacío del miembro de la organización que termine privado de la libertad por la persecución penal o muerto en medio de un operativo legítimo o en las frecuentes y conocidas disputas entre distintas bandas delincuenciales. El dinero es el medio y el fin de las organizaciones criminales, que al amparo de los avances tecnológicos se mueve por el mundo sin que los Estados centren sus esfuerzos en asfixiar las finanzas.
El Derecho Penal es una respuesta insuficiente, hace falta concienciación y voluntad política para cambiar un modelo frustrado lleno de moralismos, biempensantismos y lugares comunes de una persecución ideal, y hace falta construir políticas públicas pragmáticas que fruto de una visión amplia de los factores de proliferación de grupos de crimen organizado desestimulen a sus miembros.
Ante este panorama y la evidencia de una criminalidad que cruza fronteras, las autoridades que ejercen el poder punitivo del Estado han desplegado esfuerzos tendientes a su desarticulación, elevando por supuesto a categoría de delito esos comportamientos desviados que por el impacto social que tienen han de ser sancionados con el mayor rigor. Sin embargo, los esfuerzos han resultado insuficientes, no porque no se asesten fuertes golpes contra todos los niveles de sus estructuras, sino porque, la magnitud de sus estructuras es tal, que a pesar de la persecución, los grupos criminales organizados parecen estar cada vez más robustos y lejos del alcance de las autoridades.
El evidente uso de las ventajas que ofrece la globalización a los grupos criminales organizados ha impulsado a los países a elaborar políticas públicas que reconozcan la necesidad de actuar en asocio con entidades de otros Estados, pues son justamente las fronteras territoriales y los diferentes derechos domésticos los que en no pocas ocasiones se interponen en la persecución penal, es así como se convienen acuerdos de cooperación interinstitucional entre países que cooperan tras un propósito común, arrasar con la delincuencia organizada. No obstante, la cooperación no basta y muchísimo menos ante el inmenso brazo financiero de las organizaciones criminales que tiene la fuerza suficiente para meter en su bolsillo a los agentes del Estado que deberían procurar su desaparición.
Todo lo anterior, debe generar serios cuestionamientos frente a la metodología que se ha venido usando para perseguir los delitos propios de estas estructuras criminales tales como la trata de personas, el tráfico de migrantes, el tráfico de sustancias psicoactivas, armas, animales exóticos y demás, pues la conclusión a la que se puede llegar luego de ver las cifras frías en la persecución penal es que hemos fracasado, insisto, no porque no lleguen a impactar a las organizaciones criminales sino porque a pesar de hacerlo estas siguen sólidas, extendiendo sus tentáculos en más países, reclutando más ciudadanos para las filas de la delincuencia, concentrando de contera inmensas fortunas que les permiten seguir funcionando.
Así las cosas, las sociedades necesitan plantearse si es que el Derecho Penal es la respuesta correcta a las preguntas que ofrece el actuar de la delincuencia organizada y en un acto de humildad reconocer que la represión nunca bastará para enfrentar de manera eficiente el fenómeno, generando entonces una exploración juiciosa desde el origen mismo de la calificación de un comportamiento como delito.
En Colombia, se ha derramado tantísima sangre y se ha dejado de invertir tanto en lo social por destinar esos recursos a la lucha contra el narcotráfico, costos irrecuperables y además actualmente dolorosos al entender el cambio de paradigma frente al consumo y comercio de sustancias alucinógenas. Mucho nos ha costado entender, que mientras aquí se fumigan los campos y se priva de libertad a campesinos, en los países consumidores reconozcan la posibilidad del uso de sustancias para uso recreativo o medicinal y se estén reglando la producción, distribución y comercialización de productos que son moralmente rechazados y por los cuales aquí la gente termina privada de la libertad. El paradigma debe cambiar para pasar de la prohibición a la regulación.
Las prohibiciones tradicionalmente son el motor de los grupos delincuenciales, que se valen de las dificultades del consumidor para amasar grandes fortunas, solo siendo un negocio lucrativo resulta atractivo y rentable para sostener grandes estructuras, en ese sentido, repensar los delitos llevará a desestimular su práctica a gran escala.
Bajo ese mismo supuesto, las políticas públicas podrían concentrarse más en la persecución de dinero que en la persecución de personas, pues en las estructuras criminales quienes las conforman son totalmente prescindibles, la ausencia de oportunidades para los más jóvenes, el desasosiego de las necesidades básicas insolutas, la falta de credibilidad de las instituciones y esa esperanza permanente en la impunidad, generan filas enormes de aspirantes a maleantes que gustosos tomarán el puesto vacío del miembro de la organización que termine privado de la libertad por la persecución penal o muerto en medio de un operativo legítimo o en las frecuentes y conocidas disputas entre distintas bandas delincuenciales. El dinero es el medio y el fin de las organizaciones criminales, que al amparo de los avances tecnológicos se mueve por el mundo sin que los Estados centren sus esfuerzos en asfixiar las finanzas.
El Derecho Penal es una respuesta insuficiente, hace falta concienciación y voluntad política para cambiar un modelo frustrado lleno de moralismos, biempensantismos y lugares comunes de una persecución ideal, y hace falta construir políticas públicas pragmáticas que fruto de una visión amplia de los factores de proliferación de grupos de crimen organizado desestimulen a sus miembros.