Política Criminal a la bulla de los Cocos
Por: Abogada Diana Muñoz Castellanos
La diversidad como característica de la sociedad es evidente, ante mismas situaciones podemos encontrar distintas reacciones, los comportamientos humanos son variados, y las personas no estamos ni estaremos llamadas nunca a comportarnos igual, sin embargo, podemos distinguir entre comportamientos aceptados y comportamientos desviados, estos últimos, cuando tienen impacto negativo social y revisten cierta gravedad pueden y eventualmente deben elevarse a la categoría de delito, y esta valoración debe hacerse a la luz de la política criminal, que constituye los lineamientos de Estado para prevenir y reprimir las conductas criminales y se orienta en ciencias sociales y jurídicas para determinar la necesidad de la persecución penal y la intensidad de la pena a imponer en consonancia con los fines de la misma.
Visto así, desde el rigor académico indispensable, la política criminal parece garantía de ponderación entre los derechos de quienes ejecutan estos comportamientos desviados y los derechos de la sociedad como colectivo y también de cada individuo que la conforma y que tiene una expectativa de seguridad, de garantía de sus bienes jurídicos y de justicia ante la lesión o puesta en peligro de estos. En otras palabras, el ciudadano espera que el Estado tome medidas previas a la comisión de los delitos y espera también, que una vez cometidos, sean perseguidos judicialmente y se imponga una condena al perpetrador.
Colombia es un estado liberal, lo que implica, entre otras cosas, el respeto por los derechos y garantías ciudadanas y el apego a la constitución y la ley, y como estado liberal, debe ejercer el poder punitivo con total observancia de los fines de la pena, que enaltecen la dignidad humana al reconocer que el delincuente por el hecho de serlo no pierde su condición, de tal suerte que las penas deben buscar resocializar a quien ha tenido un comportamiento desviado y permitir su posterior reinserción a la sociedad a la que trasgredió con su conducta. Y esas conductas desviadas elevadas a categoría de delito, deben tener una retribución justa, proporcional al daño causado, solo así podemos hablar de una victoria de la política criminal.
Pero todo lo dicho es una fantasía contenida en los tantos libros que sobre criminología, política criminal, dogmática penal y derecho penitenciario se han escrito, la configuración legislativa responde más a criterios de audiencia y de indignación social que consigan réditos políticos que a beneficio social, ya ha hecho carrera la presentación de proyectos de ley abiertamente inconstitucionales como los que propenden por cadena perpetua a delincuentes sexuales contra menores de edad pretendiendo con ellos no la severidad en el castigo sino la publicidad política que perpetúe la representación en el Congreso.
Vemos con frecuencia incrementos en las penas de los delitos existentes, incrementos que no tienen en consideración las penas de los demás delitos y que consiguen a la postre una legislación penal totalmente desquiciada en la que eventualmente, bajo determinadas circunstancias, resulta más gravoso robarse un teléfono celular que arremeter a patadas contra un hombre.
También hemos sido testigos de como, al quitarle el carácter de querellable y en consecuencia conciliable a delitos como la violencia intrafamiliar y la inasistencia alimentaria, fiscales, jueces y defensores se ven avocados a una puesta en escena de un proceso penal en el cual, la víctima casi que al tiempo con la denuncia se arrepiente de la denuncia o llega a un acuerdo privado con el denunciado en el que se abstiene de declarar, con lo cual, sin prueba directa el destino inevitable del proceso es el de la absolución.
La política criminal colombiana no es académica, es una política criminal taquillera que va a la bulla de los cocos, pensada desde el interés particular de quien propone las medidas y no en beneficio de la sociedad, esa práctica nos está saliendo carísima, pues no consigue la prevención de ningún delito, sabido es, que el delincuente no revisa el código penal antes de perpetrar el hecho y que unos meses más o unos meses menos no disuaden al delincuente, pues la apuesta no es a la menor pena posible, la apuesta del delincuente es a la impunidad.
Visto así, desde el rigor académico indispensable, la política criminal parece garantía de ponderación entre los derechos de quienes ejecutan estos comportamientos desviados y los derechos de la sociedad como colectivo y también de cada individuo que la conforma y que tiene una expectativa de seguridad, de garantía de sus bienes jurídicos y de justicia ante la lesión o puesta en peligro de estos. En otras palabras, el ciudadano espera que el Estado tome medidas previas a la comisión de los delitos y espera también, que una vez cometidos, sean perseguidos judicialmente y se imponga una condena al perpetrador.
Colombia es un estado liberal, lo que implica, entre otras cosas, el respeto por los derechos y garantías ciudadanas y el apego a la constitución y la ley, y como estado liberal, debe ejercer el poder punitivo con total observancia de los fines de la pena, que enaltecen la dignidad humana al reconocer que el delincuente por el hecho de serlo no pierde su condición, de tal suerte que las penas deben buscar resocializar a quien ha tenido un comportamiento desviado y permitir su posterior reinserción a la sociedad a la que trasgredió con su conducta. Y esas conductas desviadas elevadas a categoría de delito, deben tener una retribución justa, proporcional al daño causado, solo así podemos hablar de una victoria de la política criminal.
Pero todo lo dicho es una fantasía contenida en los tantos libros que sobre criminología, política criminal, dogmática penal y derecho penitenciario se han escrito, la configuración legislativa responde más a criterios de audiencia y de indignación social que consigan réditos políticos que a beneficio social, ya ha hecho carrera la presentación de proyectos de ley abiertamente inconstitucionales como los que propenden por cadena perpetua a delincuentes sexuales contra menores de edad pretendiendo con ellos no la severidad en el castigo sino la publicidad política que perpetúe la representación en el Congreso.
Vemos con frecuencia incrementos en las penas de los delitos existentes, incrementos que no tienen en consideración las penas de los demás delitos y que consiguen a la postre una legislación penal totalmente desquiciada en la que eventualmente, bajo determinadas circunstancias, resulta más gravoso robarse un teléfono celular que arremeter a patadas contra un hombre.
También hemos sido testigos de como, al quitarle el carácter de querellable y en consecuencia conciliable a delitos como la violencia intrafamiliar y la inasistencia alimentaria, fiscales, jueces y defensores se ven avocados a una puesta en escena de un proceso penal en el cual, la víctima casi que al tiempo con la denuncia se arrepiente de la denuncia o llega a un acuerdo privado con el denunciado en el que se abstiene de declarar, con lo cual, sin prueba directa el destino inevitable del proceso es el de la absolución.
La política criminal colombiana no es académica, es una política criminal taquillera que va a la bulla de los cocos, pensada desde el interés particular de quien propone las medidas y no en beneficio de la sociedad, esa práctica nos está saliendo carísima, pues no consigue la prevención de ningún delito, sabido es, que el delincuente no revisa el código penal antes de perpetrar el hecho y que unos meses más o unos meses menos no disuaden al delincuente, pues la apuesta no es a la menor pena posible, la apuesta del delincuente es a la impunidad.