No se robó un peso. Columna de la Abogada Diana Muñoz Castellanos. Twitter: @DianaMunozC
La corrupción no es un delito en sentido estricto, la corrupción es un fenómeno individual o colectivo que se materializa a través de todo un catálogo de delitos que afectan un mismo bien jurídico tutelado, la administración pública, dentro de este catalogo se ubican delitos como los varios tipos de peculado, dentro de los cuales se incluyen conductas como la apropiación indebida de los recursos públicos, el uso de los bienes públicos para un propósito distinto al legalmente previsto, la aplicación oficial diferente de los recursos o la perdida o detrimento de bienes y recursos del Estado por cuenta de un comportamiento negligente de quien tiene la obligación de mantenerlos incólumes.
Por supuesto, habrá siempre quienes intenten minimizar el impacto social de estos delitos, que intenten reducirlos a cifras frías dando la impresión de que la privación de libertad, sobre todo en las indignas condiciones que se da en nuestro país, resulta exagerada frente a un conflicto que traducen sin inmutarse en pesos más o pesos menos. Y este ejercicio es infame porque desconoce que detrás de esos pesos más o pesos menos hay personas que no reciben a satisfacción los recursos del Estado destinados a garantizar sus derechos fundamentales.
La indignación que genera la corrupción no es, como lo quieren hacer ver algunos, fruto del resentimiento de ver como el político untado vive en medio de la opulencia, la indignación es porque esa opulencia se mantiene a costa de niños que no reciben alimentos de calidad en los hogares del Instituto de Colombiano de Bienestar Familiar, se mantiene con pacientes tirados en el piso de un hospital donde atienden médicos y funcionarios que soportan meses sin recibir su salario, se mantiene de las lágrimas de los campesinos que aguantan hambre porque la trocha que el gobierno llama carretera está bloqueada porque cayeron dos piedras y deben ver podrir su cosecha.
Sabido es que los delincuentes no revisan el código penal antes de ejecutar los actos criminales, pero en tratándose de delincuentes sofisticados como son los que delinquen a través de corrupción esta premisa se vuelve endeble, no solamente revisan el código penal, sino que se asesoran de los más famosos (que no respetados) abogados penalistas para saber, en el evento de ser descubiertos, cuanto tendrán que resarcir, cuales son las posibilidades de dilatar el proceso y salir avante con la impunidad, incluso consultan si es que podrán gozar de las mieles de un sitio especial de reclusión.
Ante este panorama, y con una sociedad cada vez más informada, se vuelven atractivas las iniciativas legislativas que tienen como propósito incrementar las penas para los delitos y reducir los beneficios que por colaboración a la administración de justicia y por reparación a las víctimas podrían llegar a obtener los procesados por delitos relacionados con actos de corrupción, pero esas iniciativas son sumamente peligrosas, solo terminan afectando a la secretaria del Juzgado que usa una resma de papel para hacer sus resúmenes de clase en lugar de imprimir memoriales o al agente de policía que saca un galón de gasolina para aliviarse dos centavos en el bolsillo, mientras tanto los peces y porcinos gordos de la corrupción siguen gozando de la mayor impunidad y sus abogados incrementando sus honorarios.
No se trata de que no se roben un peso, como repiten aquellos, se trata de entender que la corrupción causa heridas mortales en la sociedad y minimizar su impacto no solo corresponde al sistema penal que en algunos contados casos logra su judicialización, sino también a la sociedad que debe repudiar a quienes orondos se pavonean de formar parte de ella.